domingo, 6 de mayo de 2007

Retratos de un sueño

La ciudad dormía plácidamente. Tan sólo el gemido de una gata en celo alteraba el escrupuloso silencio. Era una ciudad pequeña, a la medida del hombre, dibujada con formas y tamaños proporcionados y abrazada por el cauce de su río, del que estaba enamorada, y al que regalaba hermosos puentes que afianzaban su unión año tras año, siglo tras siglo.

No había sido una relación fácil. El río, celoso de los progresos de la ciudad, la había inundado en innumerables ocasiones, dejando su huella imborrable en palacios y edificios. Pero al final, siempre le perdonaba y volvía a su cauce, y esta le regalaba un nuevo puente.

El ruido de una sirena de policía despertó a Eliano Galván de su letargo. Eran las cinco de la mañana y el sol aún seguía haciéndose el remolón entre su edredón de nubes. Eliano estaba de nuevo confundido. Otra vez había sido una noche cargada de sueños e imágenes de Selene. Se había despertado confundido. ¡Era todo tan real!

Todavía podía sentir el calor de sus labios recorriendo sus mejillas; sus dedos dibujaban su cuerpo como la carretera dibuja el recorrido de los coches y su mente no podía concentrarse en otra cosa.
Se dirigió a la cocina, quizás un café pudiera hacerle reaccionar. Se quedó fijamente mirando la taza dar vueltas en el microondas, relajado, ausente, sin preocuparse por nada y tan solo perturbado por el sonido que avisaba que éste había concluido su trabajo. Cogió la taza y se quemó. Otra vez había calculado mal el tiempo, como siempre le pasaba cuando ponía el ticket del parquímetro o cuando esperaba el autobús para ir a trabajar.

Tomo el café, despacio, disfrutando de cada sorbo, sintiendo el amargo sabor en sus papilas gustativas. Solo cuando hubo acabado se dirigió al baño para darse una ducha fría. La tensión de sus músculos se hizo aún mayor al sentir el agua cayendo por su espalda. Su mente seguía trabajando a un ritmo vertiginoso, intentando separar lo real de lo irreal, absorta en un proceso maquiavélico. Salió de la ducha y se secó. El rizo americano de la toalla hizo de esa labor algo sencillo, aunque la novedad de la misma dejó restos de algodón sobre la piel de Eliano.

Se dirigió al vestidor, no sabiendo muy bien dónde estaba y que iba a hacer a continuación. Decidió ponerse uno de sus mejores trajes, realizado en lino procedente de Rusia y con la calidad que confiere el buen diseño italiano. Se engominó el pelo, deslizando sus dedos delicadamente por la cabeza, de atrás hacia delante, consiguiendo un look moderno y desenfadado.

Eliano era un hombre joven, apenas contaba los veinticinco. Su aspecto era sano, deportivo, de musculatura prominente. Su piel blanca y cabellos rubios le aportaban un aspecto infantil y angelical, exacerbado por el profundo verde de sus ojos. Aparentaba ser quien no era. Su fachada de persona extrovertida, dicharachera y payasa ocultaba su timidez. Un corazón enorme se ocultaba bajo su prominente torso y detrás de cada palabra medida y frase estudiada.

Estaba dotado para el arte, de ello buena cuenta había dado su gran amigo Valerio. Amaba la pintura, y disfrutaba cubriendo los lienzos blancos con su trazos desgarrados de la vida y sus muecas incombustibles al amor. Detrás de todo ello siempre estaba Selene.

Era una tarde calurosa de verano y Eliano había salido a hacer unas compras. La ciudad estaba animada. En la calle, los ritmos serpenteantes de las comparsas se habían convertido en un elemento químico más de la composición del aire. Era un aire denso, difícil de respirar, cargado de insensatez y locura, un aire endemoniado...
Y de pronto ella, salida como de un espejo, clara, ingenua, cristalina. Cargada de sensualidad, desbordante de pasión, animada a borrar la fealdad del mundo y dispuesta a terminar con el sacrificio de las focas. Se deslizaba por la calle como los patinadores por el hielo, con estilo, ligereza, finura. Era un ser extraordinario, jamás visto antes, ni siquiera en las películas, un ser que ninguna mente habría podido imaginar.

Eliano quedó prendado desde el primer instante. Su mente empezó a trabajar una vez más en la construcción de frases sentenciosas. Amaba la literatura y la aplicaba con tesón en su día a día, cargando las conversaciones de conceptos inventados o precedentes de lugares remotos donde la terquedad del hombre no había aplastado el terreno. Pero esta vez algo ocurría, su plan no funcionaba, no conseguía hilar las frases, solo cosas sin sentido acudían a su mente.
No había terminado de respirar cuando sus ojos se cruzaron. El mar de Eliano inundó la tierra de Selene. Era un marrón brillante, traspasable, excitante. Y las olas arremetieron, tratando de arrancar un granito de tierra, conformándose con las migajas.

No cruzaron palabra. No hizo falta.

Bajó las escaleras del apartamento en el que vivía. No eran muchas, pero aquella mañana sus piernas pesaban.
El sol seguía oculto, sin intención de aparecer. La temperatura era fresca, propio de esas horas. Se hallaba sin rumbo, distante, sin saber que hacer. Decidió caminar. Su apartamento estaba cerca del río, y pensó que un paseo por su orilla le vendría bien.
Eran las seis de la mañana. El silencio reinaba en la ciudad. Ya no se oía a la gata, quizás había conseguido su propósito, quizás había desistido, o quizás el mundo le había desterrado a la cola del protagonismo. A lo lejos se vislumbraba el puente, el único que no había sido destruido nunca, símbolo del amor de la ciudad por su río. Estaba vacío. Ni siquiera un lugar como ese había despertado en aquella mañana de domingo. Cuando lo alcanzó se detuvo unos minutos a observar la vista. Los tejados se disponían como piezas de un rompecabezas perfecto, ideado por un genio de la arquitectura. El suelo estaba escurridizo, la humedad del río traspasaba los muros de piedra del puente. Era su forma de acercamiento a la ciudad, discreto y sigiloso, en la sombra, sin llamar la atención.

Un pájaro cruzó por delante de Eliano. Era una especie extraña, impropia de esa latitud. Le siguió con la mirada en su vuelo descuidado. El verde de sus ojos se clavó en el azul de sus plumas que se movían ligeramente fruto de su encuentro con el viento. El ave descendió en su vuelo, dirigiéndose hacia el agua. No tardó mucho en descubrir un bulto y acto seguido en desvanecerse. Eliano quedó perplejo y decidió descubrir de que se trataba. Su cerebro encendió motores, tratando de averiguar que significaba aquel conjunto de harapos tirados en un río a esas horas de la mañana.

Algo sintió en su interior. Un fuerza rompedora se apoderó de él. No había descubierto nada pero un calor infernal recorrió su escultural cuerpo de pies a cabeza. Sintió la necesidad del agua y se lanzó. Se sumergió en sus profundidades buscando nada, descubriendo todo, sin razón y sin sentido, dejándose llevar...

Se cruzó con navíos hundidos, barcos que habían usado los piratas en otros tiempos, cargados de tesoros y de historias, de cerveza y truhanerías. Siguió la estela de un pez que nadaba a marchas forzadas. Habló con dos sirenas que le animaron a seguir hacía el final. Pero, ¿dónde estaba ese final? ¿qué se encontraba allí? Nada de eso importaba, una fuerza interior no le dejaba debatir más. Atrás quedaban los tiempos de planificación y composición mental de situaciones. Era el tiempo del desenfreno y del más puro anarquismo. En el agua no había normas, no había pesos, era libre, flotaba, quizás no... Una fuerza le impulsaba...

Nadó sin mover ni un músculo de su cuerpo, encontró ciudades sumergidas, pueblos ancestrales, leyendas nunca contadas. Pintó y dibujó cada uno de esos lugares, con un trazo suave y delicado, sin estimar en color ni en pintura.

Una carabela llamó su atención. Esta no estaba hundida, estaba llena de vida y de luz, resplandeciente, rodeada de una inmensa barrera de coral.

Corales rojos y blancos llevaba en su collar, aunque la intensidad del brillo de su ojos les hacían difíciles de ver. Allí estaba ella, dominando ese instante, sin dejar hueco a la respiración. El corazón de Eliano se disparó y comenzó a latir muy fuerte, tanto que terminó parándose. Sintió que le faltaba el oxígeno por primera vez en todo aquel tiempo. El traje de lino se había arrugado y la gomina del pelo había desaparecido. Todo estaba a punto de acabar... Sentía como se hundía al fondo del río, pero no había fondo, era un inmenso caer hacia ningún sitio, amargado, dolido, sin fuerzas, distante...
Estuvo cayendo durante días, meses, quizás años... Pero su momento llegó, y la mano de Selene le agarró dulcemente. Le dio a beber el oxígeno de sus besos, y pudo respirar, y respiró y todo ese tiempo había merecido la pena. La cola de sirena les sirvió para llegar a la superficie. Estaban en el paraíso... El sol se había animado a salir y alumbraba con su luz el conjunto de colores que decoraban el paisaje.

Eliano pintó un nuevo cuadro...

Y pintó a Selene, o al menos lo intentó porque era irretratable. Sus pinceles bailaban al compás de la pintura y dejaban trazos de una belleza incalculable. Obras que alegrarían las paredes de múltiples casas, colgando frescas y sencillas y rezumando pasión.

Viajaron y viajaron, y el mundo parecía no tener fin. Por la mañana ella le amaba y después nadaban horas. Exhaustos dormían toda la tarde y por la noche volvían a amarse. Sentían sus cuerpos unidos, como la noche y el día, el invierno y la primavera.

Construyeron juntos su casa, dotándola de conjuntos insospechados de armonía y sinceridad.

Eliano pintó un nuevo cuadro...

Y lo colgó en la entrada, para que todo aquel que entrase pudiera observar la belleza de su mujer. Y se amaron otra vez, y se sumergieron juntos en un sinfín de sueños incontrolables y de pasiones deslumbrantes.

Eliano pintó un nuevo cuadro...

Y lo llamó Amor, Amor escrito con letras mayúsculas, pero al poco tiempo se arrepintió, y pensó que eso no podía ser amor, si no un sentimiento mucho mayor, algo que ningún poeta había podido plasmar, y que ninguna medicina podía curar.

Y sintió que todo su cuerpo era invadido por la paz. Pensó en cada uno de sus músculos, consiguiendo tensarlos de una sola vez. Y se volvieron a amar, y aquella vez nunca terminó...
Y Eliano pintó un nuevo cuadro...

La ciudad dormía plácidamente. Tan sólo el gemido de una gata en celo alteraba el escrupuloso silencio.

Y sonó el despertador...

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