lunes, 7 de mayo de 2007

Curiosidad Escrita

Rodrigo Silvano era ante todo dos cosas: escritor y curioso.
Escribía cada día, cada momento, a cada instante, y lo hacía bien.
Curioseaba cada día, cada momento, a cada instante, y no lo podía evitar. Quizás la unión de esas dos cosas fuera lo que le hacía practicar ambas así de bien.

Salía cada mañana temprano; muchos días, antes de que el sol se hubiera desprendido de su manto de nubes; dispuesto a comerse el mundo, a empezar una nueva historia, una nueva caja de sueños.

Siempre iba al mismo lugar a escribir y de camino curioseaba por todas partes: Escuchaba a las vecinas hablando a voces por el patio, se fijaba en los carteles nuevos que colgaban en los postes de la luz e incluso chantajeaba a los pájaros para que le contaran los secretos que el aire transportaba de un lado a otro.

Aquel día no fue muy distinto. Rodrigo salió de su casa poco después de las 9 de la mañana. Ese día el sol había sido madrugador e iluminaba el verde de las hojas de los árboles.
De camino a su rincón de la escritura escuchó que su vecina había discutido con su hijo, descubrió un nuevo concierto anunciado en varios carteles y pensó que deseaba ir, pero no quería hacerlo solo. Los pájaros, a cambio de unas cuantas migajas de pan, le contaron tres secretos que le habían oído relatar al viento. Eran tres pequeñas nuevas historias que Rodrigo podría emplear para crear nuevos relatos.

El río estaba tranquilo cuando Rodrigo llegó a su rincón. El árbol que le protegía de las quemaduras del sol en los meses más calurosos, se contoneaba sutilmente imitando a una serpiente. El suelo estaba húmedo. Las gotas del rocío lo hacían resbaladizo y algo peligroso, pero Rodrigo conocía aquel terreno a la perfección.
Era un pequeño parque, situado a las afueras de la ciudad. La escena estaba dominada por el río, que a esas alturas del año bajaba batiendo records de caudal. Había también un pequeño banco en el que Rodrigo solía sentarse y del que no se levantaba en horas, absorto en sus historias, sumido en su éxtasis particular, en lo delicado de sus relatos.

Pero aquel día algo era diferente, un pequeño detalle alteraba la consonancia del paisaje al que Rodrigo estaba acostumbrado. Sobre el banco había un libro. Estaba cerrado, tranquilo, sin dueño. La curiosidad llamó de nuevo a su puerta y rápidamente abrió el ejemplar. ¡Cual fue su desilusión al ver que estaba en blanco!

Pero le resultó extraño, y en su afán por curiosear allá donde podía le dio mil vueltas al libro, hoja por hoja, comprobando que no había nada, tan solo un manchurrón de tinta en la última página. No contento con ello le preguntó al río, al que conocía hacía muchos años, si había visto de quién era ese ejemplar que había encontrado. De haberlo hecho alguien, el lo tendría que saber. El río le contestó que no sabía quien lo había escrito, pero que él podía mostrarle el contenido del libro si realmente le interesaba. La cara de Rodrigo cambió en unos segundos y una sonrisa invadió su expresión. Le preguntó al río que tenía que hacer para poder leerlo y éste le contestó que tendría que regañarle su pluma a cambio.

El gesto de Rodrigo volvió a cambiar. El río le estaba pidiendo su preciada pluma a cambio de una historia que ni siquiera sabía si le iba a gustar.

No se trataba de una pluma cualquiera. Había pertenecido a su abuela y luego a su padre y ahora la tenía él. Era la pluma con la que empezó a escribir, y la única con la que sabía hacerlo. Ella conocía todas sus historias, todos sus relatos, todas sus penas y glorias, toda su vida. Rodrigo lo pensó. Volvió a tomar el libro y volvió a revisarlo. Y de nuevo nada, vacío, tan solo un manchurrón. Pero no era un manchurrón cualquiera. Le inspiraba, le dejaba entrever que había algo más, le animaba a proseguir en tan ardua tarea, a elegir en semejante dicotomía. Y eligió.

Le entregó la pluma al río, cegado por la curiosidad, o quizás por otra cosa. No se despidió de ella, no era capaz.

En la otra orilla del río, Martina Sanjenjo, se sentaba como cada mañana a contemplar el paisaje. Aprovechaba ese instante de claridad del día para imaginar bellas historias de amor. La tranquilidad le inspiraba y escuchaba los rumores del viento para imaginarlos minutos después.

Aquella mañana algo era diferente, en la orilla del río había un viejo cuaderno escondido entre los juncos. Martina lo cogió y decidió por una vez plasmar una de esas historias.

Y ella escribió: - Si pudiera llegar a abrazarlo...

Y el leyó: - Si pudiera llegar a abrazarlo...

Y así ella pasó los días, escribiendo; y así él pasó los días, leyendo.

Una tarde, cuando Martina se acercó a la orilla del río, observó un objeto brillante entre las aguas. Se recogió los pantalones y metió sus delicadas piernas en el agua para poder alcanzarlo. Se trataba de una pluma, dorada, antigua, vendida por su dueño y abandonada por el río.
Había viajado entre las aguas, deambulando, sin sentido, hasta que una corriente caprichosa la había acercado a la orilla.

Martina trató de escribir con ella, pero la pluma no estaba dispuesta, se negaba y renegaba, no era su dueña y no tenía por qué complacerla. Preocupada Martina le preguntó a la pluma por el pesar que ocupaba su pensamiento. La pluma le contó la historia de cómo su dueño la había cambiado por su simple curiosidad y el río, viendo que no le era útil, la había abandonado a su suerte. Martina le preguntó si podía hacer algo por ella y la pluma le dijo que quería volver a casa, ya que echaba de menos el papel sobre el que había escrito día tras día, a través de los años.

Entonces la pluma describió el lugar al que había ido durante toda su vida. Le escribió como el árbol se contoneaba en los días de viento y como el río humedecía el verde que se encontraba a su orilla, deslizándose de izquierda a derecha como las agujas del reloj. Fue ese detalle el que le hizo ver a Martina que el lugar descrito se encontraba al otro lado del río, ya que ella estaba acostumbrada a ver sus aguas descender al contrario de cómo lo describía la pluma. Entonces Martina se puso en pie, buscando el único puente que cruzaba el río.

No fue tarea fácil, nunca lo había visto. Eran muchas las veces que lo había imaginado, muchas las historias que había escuchado, pero nunca había podido observarlo.

Después de caminar durante días lo encontró. Y al cruzar a la otra orilla, un escalofrío recorrió su cuerpo. Pudo ver un árbol contoneándose como una serpiente, un suelo humedecido por el rocío, y un banco ocupado por un hombre que entre sollozos trataba de leer un libro.

Martina se acercó y le preguntó que le pasaba. El hombre, ausente y entre lágrimas, le dijo que esperaba el fin de una historia. Le contó como había entregado su pluma al río para conocer el contenido de ese libro; como durante los últimos días había estado leyendo las historias de amor que aparecían en el libro, y como se había enamorado perdidamente de la mujer que las escribía; sin conocerse, sin disfrutar de su presencia, de su mirada; y como desde hacía unos días esas historias no habían vuelto a ser escritas.
- ¿Se habrá olvidado de mi? ¿Ya no me querrá?, se preguntaba Rodrigo.

Martina no sabía que decir, su cerebro trabajaba a más revoluciones de las que se puedan imaginar. Guardó silencio, no dijo nada, y entonces, metiendo la mano en su bolsillo suavemente, sigilosa, deslizante, sacó la pluma y se la cedió a Rodrigo.

El hombre desconcertado, le preguntó como había llegado a sus manos y Martina le contó la historia de cómo había encontrado el cuaderno y había escrito todos esos relatos que ahora él añoraba.

Se fundieron en un abrazo y aquel día los carteles anunciaban una nueva obra, y los pájaros contaron la historia al viento, que la llevó de una parte a otra del mundo para que alimentara las mentes inquietas de otros escritores en el mundo.

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